Durante años había escuchado referencias aisladas, cada vez más numerosas, a la existencia de unas hermosas islas en la costa noroeste de Panamá: el archipiélago de Bocas del Toro. Para unos era el lugar ideal donde surfear en playas casi vírgenes; para otros era un paraíso del submarinismo…Y para la mayoría era un lugar donde ir a perderse del mundanal ruido tomando piñas coladas tirado sobre una hamaca de colores. Por supuesto los folletos turísticos del gobierno panameño que habían llegado a mis manos no hacían más que cantar loas sobre las maravillas de estas islas y cito textualmente:

 

El archipiélago de Bocas del Toro

 

“Uno de los rincones más paradisiacos del Caribe…aun hoy en día se mantiene como un rincón de naturaleza salvaje, belleza que no ha sido modificada demasiado por la acción del hombre y que se desempeña con sus encantos neutros y formidables”.